
Se estima que una de cada cinco personas duerme con los ojos abiertos, una situación que se conoce como lagoftalmos nocturno.
El sueño es un estado fisiológico en el cual pasamos, por término medio, la tercera parte de nuestra vida. Esto significa que una persona que viva 84 años se habrá pasado, aproximadamente, veintiocho años durmiendo.
En este momento disponemos de suficientemente base científica para poder afirmar que aquellas personas que duermen bien su esperanza de vida es mayor. Y es que son varios los estudios científicos que han establecido una relación causal entre la cantidad y la calidad de horas de sueño con una mayor esperanza de vida.
A pesar de todo, el hombre actual duerme menos cantidad de horas que sus antepasados, siendo la causa principal de este hecho la existencia de luz artificial, la cual nos permite permanecer despiertos una cantidad de horas mayor que las que nos dictarían nuestros ciclos circadianos.
El cerebro no descansa durante el sueño
Hasta bien entrado el siglo XX la comunidad científica defendía que durante el sueño la actividad cerebral cesaba y que entrábamos en un estado similar al de la pérdida de conciencia. En estos momentos sabemos que esto no es así, que durante el sueño la corteza cerebral mantiene un estado de activación permanente, si bien es cierto que es menor al que existe en los estados de vigilia.
Pero esto no significa que el cerebro no cumpla una función específica. Se ha visto que el sueño es fundamental para la consolidación de la información: durante el sueño nuestro cerebro es capaz de almacenar en la memoria los datos que aprendimos durante el día.
A esta conclusión llegaron científicos de la UCLA Health en colaboración con investigadores de la Universidad de Tel Aviv, un hallazgo que podría ofrecer nuevas pistas de cómo la estimulación cerebral profunda durante el sueño puede tener efectos beneficiosos en la memoria de los pacientes que sufren enfermedad de Alzheimer.
No todos cerramos los ojos al dormir
Otro de los hechos que suceden durante el sueño es que, generalmente, cerramos los ojos. Se trata de un mecanismo de protección, gracias al cual la córnea y la esclerótica, las capas más externas de nuestro globo ocular, están convenientemente hidratadas. De alguna forma la naturaleza diseñó este mecanismo para paliar la ausencia del parpadeo nocturno, escenario que nos coloca en un estado de indefensión ocular frente al daño ambiental, ya sea por el polvo, la luz o la sequedad.
Ahora bien, no todas las personas duermen con los ojos cerrados, existe una situación médica conocida como lagoftalmos nocturno, en la que los párpados no se pueden cerrar completamente. Esto puede deberse a un problema del nervio facial, el encargado de transmitir correctamente la información a la musculatura encargada del cierre de los párpados, o bien a factores externos o mecánicos, como pueden ser cicatrices, retracción palpebral… que, de alguna forma, impiden el cierre total del párpado.
Esta situación, por extraña que nos pueda parecer, afecta hasta un 20% de la población mundial, según la American Academy of Ophtalmology, y puede llegar a provocar deshidratación ocular, sensación de cuerpo extraño en el ojo, visión borrosa al despertar o una hipersensibilidad anormal a la luz.
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